Leonardo Boff
Fuente: Adital
Una de las mayores conquistas de la
persona humana en su proceso de individuación es la libertad de espíritu. La
libertad de espíritu es la capacidad de ser doblemente libre: libre de los
mandamientos, normas, estándares y protocolos que fueron inventados por la
sociedad y las instituciones para uniformar comportamientos y moldear
personalidades según tales determinaciones. Y fundamentalmente significa ser
libre para ser auténtico, pensar con su propia cabeza y actuar de acuerdo a su
norma interior, madurada a lo largo de toda la vida, en resistencia y tensión
con esos mandatos.
Y esta es una lucha titánica, pues todos
nacemos dentro de ciertas determinaciones que son independientes de nuestra
voluntad, sea en la familia, en la escuela, en el círculo de amigos, en la
religión y en la cultura que dan forma a nuestros hábitos. Todos estos
elementos actúan como superyós que pueden ser limitantes y en algunos casos
hasta castradores. Lógicamente, estos límites tienen una función reguladora
importante. El río llega al mar porque tiene márgenes y límites, pero estos
también pueden represar las aguas que deberían fluir; entonces se salen por los
lados y se convierten en charcos.
Las actitudes y los comportamientos
sorprendentes del actual obispo de Roma, como a él le gusta presentarse,
comúnmente llamado Papa Francisco, nos evocan esta categoría tan determinante
de la libertad de espíritu.
Normalmente, el cardenal nombrado papa
pronto encarna el estilo clásico, hierático y sacral de los papas, ya sea en la
vestimenta, en los gestos, en los símbolos del poder sagrado y supremo, y en el
lenguaje. Francisco, dotado de una gran libertad de espíritu, ha hecho lo
contrario: ha adaptado la figura del Papa a su estilo personal, a sus hábitos y
a sus convicciones. Todo el mundo conoce las rupturas que ha introducido sin
mayor ceremonia.
Se aligeró de todos los símbolos de
poder, especialmente de la cruz de oro y piedras preciosas y de esa pequeña
capa (mozzetta) que llevaban los otros, llena de brocados y joyas, otrora
símbolo de los emperadores romanos paganos. Sonriente dijo al secretario que
quería ponerla sobre sus hombros: "guárdela porque el carnaval ha
terminado”. Se viste con mayor sobriedad, de blanco, con sus zapatos negros
habituales y, por debajo, con sus pantalones, negros también. Prescinde de
todos los servicios asignados al Pastor supremo de la Iglesia, empezando por el
palacio papal que ha reemplazado por una hospedería eclesiástica, y come con
los demás huéspedes. Piensa antes en Pedro, que era un rudo pescador, o en
Jesús, que según el poeta Fernando Pessoa, «no sabía nada de contabilidad ni
consta que tuviera biblioteca» pues era un «factótum» y un simple campesino
mediterráneo. Se siente sucesor del primero y representante del segundo. No
quiere que le llamen Su Santidad, porque se siente «hermano entre hermanos», ni
quiere presidir la Iglesia en el rigor de la ley canónica, sino en la caridad,
que es cálida.
En su viaje a Brasil no ha hecho
espectáculo, aquí está su libertad de espíritu: desea como transporte un
vehículo popular, un jeep cubierto para poder moverse a través la multitud, se
detiene para abrazar a los niños, para beber un poco de mate, para intercambiar
su solideo papal blanco por otro medio chafado que le ofrece un fiel. Durante
la ceremonia oficial de bienvenida del gobierno, que sigue un estricto
protocolo, después del discurso se dirige a la presidenta Dilma Rousseff y la
besa para consternación del maestro de ceremonias. Y hay muchos otros ejemplos.
Esta libertad de espíritu trae un brillo
innegable hecho de ternura y vigor, las características personales de san
Francisco de Asís. Se trata de una persona de gran entereza. Estas actitudes
personales serenas y fuertes muestran un hombre de gran ternura que ha
realizado una síntesis personal significativa entre su ser interior y su yo
consciente. Es lo que se espera de un líder, sobre todo religioso. Evoca al
mismo tiempo ligereza y seguridad.
Esta libertad de espíritu se ve
reforzada por el espléndido rescate que hace de la razón cordial. La mayoría de
los cristianos están cansados de doctrinas y se muestran escépticos ante las
campañas contra los enemigos reales o imaginarios de la fe. Todos estamos
impregnados hasta la médula de la razón intelectual, funcional, analítica y
eficiente. Ahora viene alguien que en todo momento habla desde el corazón, como
lo hizo en su discurso a la comunidad de la favela de la Varginha o en la isla
de Lampedusa. En el corazón es donde mora el sentimiento profundo por los demás
y por Dios. Sin el corazón las doctrinas son frías y no plantean ninguna
pasión. Ante los supervivientes venidos de África, confiesa: «Somos una
sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de ‘sufrir con’: la
globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar». Sentencia
con sabiduría: «La medida de la grandeza de una sociedad viene dada por la
forma como trata a los más necesitados».
Según esta medida, la sociedad global es
un pigmeo, anémica y cruel. La razón cordial es más eficaz en la
presentación del sueño de Jesús que cualquier doctrina erudita y convierte a su
principal mensajero, Francisco de Roma, en una figura fascinante que llega al
corazón de los cristianos y de otras personas.